PEQUEÑAS SEMILLITAS
Año 10 - Número 2644 ~
Domingo 29 de Marzo de 2015
Desde la ciudad de Córdoba
(Argentina)
Alabado sea
Jesucristo…
Palmas, gente, seriedad, sol o lluvia… ¡Ambiente de
Domingo de Ramos!
Año tras año se revive esa entrada triunfal, pero este
año ¿Qué encontrará Cristo a su llegada? ¿Fe, amor y compasión, o encontrará
gente cansada de vivir? Como en aquella Jerusalén habrá gente que lo rodee,
alaba y canta ¡Hosanna! Pero ¿Cómo pronuncia ese clamor? ¿Con sinceridad y
valor, o lleva un sello de mera tradición…?
"Este pueblo me alaba con los labios pero su corazón
está lejos de Mí."
Cristo quiere el corazón y todo lo que hay en él. No
quiere meras palabras bonitas. Un corazón sufriente abandonado en la soledad,
solo mendiga el amor. Miremos a nuestro lado qué tipo de personas hay. Miremos
fijamente en nuestro interior y encontraremos algo que nos dificulta ser libres
y felices. Miremos a Cristo para mirar con sus ojos y encontraremos la Paz.
Domingo, palmas, procesión, gente, cantos y un corazón
puro pueden gritar a Cristo: ¡Hosanna, Tú eres mi Rey!
¡Buenos días!
Sentido del dolor
Tarde o temprano
el dolor, la tribulación o la prueba aparecen en la vida. Observa la
naturaleza:
“No hay árbol
recio y consistente, si el viento no lo azota con frecuencia” (Séneca). Por
otra parte “la desgracia descubre al alma luces que en la prosperidad no llega
a percibir (Blas Pascal). Además “quien no ha tenido tribulaciones que
soportar, es que no ha comenzado a ser cristiano de verdad (San Agustín).
“Una visión del mundo que no pueda dar
sentido al dolor y hacerlo precioso, no sirve en absoluto. Fracasa precisamente
allí donde aparece la cuestión decisiva de la existencia. Quienes acerca del
dolor sólo saben decir que hay que combatirlo, nos engañan. Ciertamente es
necesario hacer lo posible por aliviar el sufrimiento. Pero una vida humana sin
dolor no existe y quien no es capaz de aceptar el dolor rechaza la única
purificación que nos convierte en adultos”, escribió el Cardenal Joseph Ratzinger.
Un golpe inesperado
te duele, un revés de fortuna te abate, una enfermedad grave te desconcierta, y
te quejas amargamente a Dios. Si prestases atención entonces a una voz que
percibes en el fondo de tu corazón, oirías: —¿Y tú, hijo mío, por qué me has
olvidado? ¿Por qué estabas adormecido en el bienestar de una vida mundana y
placentera? ¿No he dicho yo que el que quiera seguirme debe llevar su cruz
todos los días? Tus dolores, amigo/a, “son como astillas de la cruz de Cristo.
No está bien que adorando esa cruz, maldigas sus astillas” (V. Gar-Mar).
Enviado por el P. Natalio
La Palabra de Dios:
Evangelio de hoy
Faltaban dos días para la Pascua y los Ázimos. Los sumos
sacerdotes y los escribas buscaban cómo prenderle con engaño y matarle. Pues
decían: «Durante la fiesta no, no sea que haya alboroto del pueblo».
Estando Él en Betania, en casa de Simón el leproso,
recostado a la mesa, vino una mujer que traía un frasco de alabastro con
perfume puro de nardo, de mucho precio; quebró el frasco y lo derramó sobre su
cabeza. Había algunos que se decían entre sí indignados: «¿Para qué este
despilfarro de perfume? Se podía haber vendido este perfume por más de
trescientos denarios y habérselo dado a los pobres». Y refunfuñaban contra
ella. Mas Jesús dijo: «Dejadla. ¿Por qué la molestáis? Ha hecho una obra buena
en mí. Porque pobres tendréis siempre con vosotros y podréis hacerles bien
cuando queráis; pero a mí no me tendréis siempre. Ha hecho lo que ha podido. Se
ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. Yo os aseguro:
dondequiera que se proclame la Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará
también de lo que ésta ha hecho para memoria suya».
Entonces, Judas Iscariote, uno de los Doce, se fue donde
los sumos sacerdotes para entregárselo. Al oírlo ellos, se alegraron y
prometieron darle dinero. Y él andaba buscando cómo le entregaría en momento
oportuno.
El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el
cordero pascual, le dicen sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a hacer
los preparativos para que comas el cordero de Pascua?». Entonces, envía a dos de
sus discípulos y les dice: «Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre
llevando un cántaro de agua; seguidle y allí donde entre, decid al dueño de la
casa: ‘El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con
mis discípulos?’. Él os enseñará en el piso superior una sala grande, ya
dispuesta y preparada; haced allí los preparativos para nosotros». Los
discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había
dicho, y prepararon la Pascua.
Y al atardecer, llega Él con los Doce. Y mientras comían
recostados, Jesús dijo: «Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará, el que
come conmigo». Ellos empezaron a entristecerse y a decirle uno tras otro:
«¿Acaso soy yo?». Él les dijo: «Uno de los Doce que moja conmigo en el mismo
plato. Porque el Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero ¡ay de
aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre
no haber nacido!».
Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo
partió y se lo dio y dijo: «Tomad, este es mi cuerpo». Tomó luego una copa y,
dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo: «Ésta es mi
sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. Yo os aseguro que ya no
beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de
Dios». Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos.
Jesús les dice: «Todos os vais a escandalizar, ya que
está escrito: ‘Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas’. Pero después de
mi resurrección, iré delante de vosotros a Galilea». Pedro le dijo: «Aunque
todos se escandalicen, yo no». Jesús le dice: «Yo te aseguro: hoy, esta misma
noche, antes que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres». Pero él
insistía: «Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré». Lo mismo decían
también todos.
Van a una propiedad, cuyo nombre es Getsemaní, y dice a
sus discípulos: «Sentaos aquí, mientras yo hago oración». Toma consigo a Pedro,
Santiago y Juan, y comenzó a sentir pavor y angustia. Y les dice: «Mi alma está
triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad». Y adelantándose un poco,
caía en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de Él aquella hora. Y
decía: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no
sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú». Viene entonces y los encuentra
dormidos; y dice a Pedro: «Simón, ¿duermes?, ¿ni una hora has podido velar?
Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto,
pero la carne es débil». Y alejándose de nuevo, oró diciendo las mismas
palabras. Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban
cargados; ellos no sabían qué contestarle. Viene por tercera vez y les dice:
«Ahora ya podéis dormir y descansar. Basta ya. Llegó la hora. Mirad que el Hijo
del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos! ¡vámonos!
Mirad, el que me va a entregar está cerca».
Todavía estaba hablando, cuando de pronto se presenta
Judas, uno de los Doce, acompañado de un grupo con espadas y palos, de parte de
los sumos sacerdotes, de los escribas y de los ancianos. El que le iba a
entregar les había dado esta contraseña: «Aquel a quien yo dé un beso, ése es,
prendedle y llevadle con cautela». Nada más llegar, se acerca a Él y le dice:
«Rabbí», y le dio un beso. Ellos le echaron mano y le prendieron. Uno de los
presentes, sacando la espada, hirió al siervo del Sumo Sacerdote, y le llevó la
oreja. Y tomando la palabra Jesús, les dijo: «¿Cómo contra un salteador habéis
salido a prenderme con espadas y palos? Todos los días estaba junto a vosotros
enseñando en el Templo, y no me detuvisteis. Pero es para que se cumplan las
Escrituras». Y abandonándole huyeron todos. Un joven le seguía cubierto sólo de
un lienzo; y le detienen. Pero él, dejando el lienzo, se escapó desnudo.
Llevaron a Jesús ante el Sumo Sacerdote, y se reúnen
todos los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas. También Pedro le
siguió de lejos, hasta dentro del palacio del Sumo Sacerdote, y estaba sentado
con los criados, calentándose al fuego. Los sumos sacerdotes y el Sanedrín
entero andaban buscando contra Jesús un testimonio para darle muerte; pero no
lo encontraban. Pues muchos daban falso testimonio contra Él, pero los
testimonios no coincidían. Algunos, levantándose, dieron contra Él este falso
testimonio: «Nosotros le oímos decir: ‘Yo destruiré este Santuario hecho por
hombres y en tres días edificaré otro no hecho por hombres’». Y tampoco en este
caso coincidía su testimonio. Entonces, se levantó el Sumo Sacerdote y
poniéndose en medio, preguntó a Jesús: «¿No respondes nada? ¿Qué es lo que
éstos atestiguan contra ti?». Pero Él seguía callado y no respondía nada. El
Sumo Sacerdote le preguntó de nuevo: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del
Bendito?». Y dijo Jesús: «Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la
diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo». El Sumo Sacerdote se
rasga las túnicas y dice: «¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Habéis oído
la blasfemia. ¿Qué os parece?». Todos juzgaron que era reo de muerte. Algunos
se pusieron a escupirle, le cubrían la cara y le daban bofetadas, mientras le
decían: «Adivina», y los criados le recibieron a golpes.
Estando Pedro abajo en el patio, llega una de las criadas
del Sumo Sacerdote y al ver a Pedro calentándose, le mira atentamente y le
dice: «También tú estabas con Jesús de Nazaret». Pero él lo negó: «Ni sé ni
entiendo qué dices», y salió afuera, al portal, y cantó un gallo. Le vio la
criada y otra vez se puso a decir a los que estaban allí: «Éste es uno de
ellos». Pero él lo negaba de nuevo. Poco después, los que estaban allí
volvieron a decir a Pedro: «Ciertamente eres de ellos pues además eres
galileo». Pero él, se puso a echar imprecaciones y a jurar: «¡Yo no conozco a
ese hombre de quien habláis!». Inmediatamente cantó un gallo por segunda vez. Y
Pedro recordó lo que le había dicho Jesús: «Antes que el gallo cante dos veces,
me habrás negado tres». Y rompió a llorar.
Pronto, al amanecer, prepararon una reunión los sumos
sacerdotes con los ancianos, los escribas y todo el Sanedrín y, después de
haber atado a Jesús, le llevaron y le entregaron a Pilato. Pilato le
preguntaba: «¿Eres tú el Rey de los judíos?». El le respondió: «Sí, tú lo
dices». Los sumos sacerdotes le acusaban de muchas cosas. Pilato volvió a
preguntarle: «¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan». Pero Jesús
no respondió ya nada, de suerte que Pilato estaba sorprendido.
Cada Fiesta les concedía la libertad de un preso, el que
pidieran. Había uno, llamado Barrabás, que estaba encarcelado con aquellos
sediciosos que en el motín habían cometido un asesinato. Subió la gente y se
puso a pedir lo que les solía conceder. Pilato les contestó: «¿Queréis que os
suelte al Rey de los judíos?». Pues se daba cuenta de que los sumos sacerdotes
le habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes incitaron a la gente
a que dijeran que les soltase más bien a Barrabás. Pero Pilato les decía otra
vez: «Y ¿qué voy a hacer con el que llamáis el Rey de los judíos?». La gente
volvió a gritar: «¡Crucifícale!». Pilato les decía: «Pero, ¿qué mal ha hecho?».
Pero ellos gritaron con más fuerza: «¡Crucifícale!». Pilato, entonces,
queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás y entregó a Jesús, después
de azotarle, para que fuera crucificado.
Los soldados le llevaron dentro del palacio, es decir, al
pretorio y llaman a toda la cohorte. Le visten de púrpura y, trenzando una
corona de espinas, se la ciñen. Y se pusieron a saludarle: «¡Salve, Rey de los
judíos!». Y le golpeaban en la cabeza con una caña, le escupían y, doblando las
rodillas, se postraban ante Él. Cuando se hubieron burlado de Él, le quitaron
la púrpura, le pusieron sus ropas y le sacan fuera para crucificarle.
Y obligaron a uno que pasaba, a Simón de Cirene, que
volvía del campo, el padre de Alejandro y de Rufo, a que llevara su cruz. Le
conducen al lugar del Gólgota, que quiere decir: Calvario. Le daban vino con
mirra, pero Él no lo tomó. Le crucifican y se reparten sus vestidos, echando a
suertes a ver qué se llevaba cada uno. Era la hora tercia cuando le
crucificaron. Y estaba puesta la inscripción de la causa de su condena: «El Rey
de los judíos». Con Él crucificaron a dos salteadores, uno a su derecha y otro
a su izquierda. Y los que pasaban por allí le insultaban, meneando la cabeza y
diciendo: «¡Eh, tú!, que destruyes el Santuario y lo levantas en tres días,
¡sálvate a ti mismo bajando de la cruz!». Igualmente los sumos sacerdotes se
burlaban entre ellos junto con los escribas diciendo: «A otros salvó y a sí
mismo no puede salvarse. ¡El Cristo, el Rey de Israel!, que baje ahora de la
cruz, para que lo veamos y creamos». También le injuriaban los que con Él
estaban crucificados.
Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la
tierra hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: «Eloí,
Eloí, ¿lema sabactaní?», que quiere decir «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me
has abandonado?». Al oír esto algunos de los presentes decían: «Mira, llama a
Elías». Entonces uno fue corriendo a empapar una esponja en vinagre y,
sujetándola a una caña, le ofrecía de beber, diciendo: «Dejad, vamos a ver si
viene Elías a descolgarle». Pero Jesús lanzando un fuerte grito, expiró.
Y el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo.
Al ver el centurión, que estaba frente a Él, que había expirado de esa manera,
dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios». Había también unas mujeres
mirando desde lejos, entre ellas, María Magdalena, María la madre de Santiago
el menor y de José, y Salomé, que le seguían y le servían cuando estaba en
Galilea, y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén.
Y ya al atardecer, como era la Preparación, es decir, la
víspera del sábado, vino José de Arimatea, miembro respetable del Consejo, que
esperaba también el Reino de Dios, y tuvo la valentía de entrar donde Pilato y
pedirle el cuerpo de Jesús. Se extrañó Pilato de que ya estuviese muerto y,
llamando al centurión, le preguntó si había muerto hacía tiempo. Informado por
el centurión, concedió el cuerpo a José, quien, comprando una sábana, lo
descolgó de la cruz, lo envolvió en la sábana y lo puso en un sepulcro que
estaba excavado en roca; luego, hizo rodar una piedra sobre la entrada del
sepulcro. María Magdalena y María la de José se fijaban dónde era puesto. (Mc
14,1—15,47)
Comentario
Hoy, en la Liturgia de la palabra leemos la pasión del
Señor según san Marcos y escuchamos un testimonio que nos deja sobrecogidos:
«Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). El evangelista tiene
mucho cuidado en poner estas palabras en labios de un centurión romano, que
atónito, había asistido a una más de entre tantas ejecuciones que le debería
tocar presenciar en función de su estancia en un país extranjero y sometido.
No debe ser fácil preguntarse qué debió ver en Aquel
rostro -a duras penas humano- como para emitir semejante expresión. De una
manera u otra debió descubrir un rostro inocente, alguien abandonado y quizá
traicionado, a merced de intereses particulares; o quizá alguien que era objeto
de una injusticia en medio de una sociedad no muy justa; alguien que calla,
soporta e, incluso, misteriosamente acepta todo lo que se le está viniendo
encima. Quizá, incluso, podría llegar a sentirse colaborando en una injusticia
ante la cual él no mueve ni un dedo por impedirla, como tantos otros se lavan
las manos ante los problemas de los demás.
La imagen de aquel centurión romano es la imagen de la
Humanidad que contempla. Es, al mismo tiempo, la profesión de fe de un pagano.
Jesús muere solo, inocente, golpeado, abandonado y confiado a la vez, con un
sentido profundo de su misión, con los "restos de amor" que los
golpes le han dejado en su cuerpo.
Pero antes -en su entrada en Jerusalén- le han aclamado
como Aquel que viene en nombre del Señor (cf. Mc 11,9). Nuestra aclamación este
año no es de expectación, ilusionada y sin conocimiento, como la de aquellos
habitantes de Jerusalén. Nuestra aclamación se dirige a Aquel que ya ha pasado
por el trago de la donación total y del que ha salido victorioso. En fin,
«nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus
pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían su verdor,
su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia» (San Andrés
de Creta).
Rev. D. Fidel CATALÁN i Catalán (Terrassa, Barcelona,
España)
Cada día de Cuaresma
Día 40: Entrada triunfal en
Jerusalén
Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un
humilde borrico, como había sido profetizado muchos siglos antes (Zacarías 4,
4). Y los cantos del pueblo son claramente mesiánicos; esta gente conocía bien
las profecías y se llena de júbilo. Jesús admite el homenaje. Su triunfo es
sencillo, sobre un pobre animal por trono. Jesús quiere también entrar hoy
triunfante en la vida de los hombres sobre una cabalgadura humilde: quiere que
demos testimonio de Él, en la sencillez de nuestro trabajo bien hecho, con
nuestra alegría, con nuestra serenidad, con nuestra sincera preocupación por
los demás. Hoy nos puede servir de jaculatoria repitiendo: Como un borrico soy
ante Ti, Señor..., como un borrico de carga, y siempre estaré contigo. El Señor
ha entrado triunfante en Jerusalén. Pocos días más tarde, en esta ciudad, será
clavado en la Cruz.
Desde la cima del monte de los Olivos, Jesús contempla la
ciudad de Jerusalén, y llora por ella. Mira cómo la ciudad se hunde en el
pecado, en su ignorancia y en su ceguera. Lleno de misericordia se compadece de
esta ciudad que le rechaza. Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en
palabras... En nuestra vida tampoco ha quedado nada por intentar. ¡Tantas veces
Jesús se ha hecho el encontradizo con nosotros! ¡Tantas gracias ordinarias y
extraordinarias ha derramado sobre nuestra vida! La historia de cada hombre es
la historia de la continua solicitud de Dios sobre él. Cada hombre es objeto de
la predilección del Señor. Sin embargo, podemos rechazarlo como Jerusalén. Es
el misterio de la libertad humana, que tiene la triste posibilidad de rechazar
la gracia divina. Hoy nos preguntamos: ¿Cómo estamos respondiendo a los
innumerables requerimientos del Espíritu Santo para que seamos santos en medio
de nuestras tareas, en nuestro ambiente?
Nosotros sabemos que aquella entrada triunfal fue muy
efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto y cinco días más tarde el
hosanna se transformó en un grito enfurecido: ¡Crucifícale! La entrada triunfal
de Jesús en Jerusalén pide de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en
nuestra fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan
momentáneamente y pronto se apagan. Somos capaces de lo mejor y de lo peor. Si
queremos tener la vida divina, triunfar con Cristo, hemos de ser constantes y
hacer morir por la penitencia lo que nos aparta de Dios y nos impide acompañar
al Señor hasta la Cruz. No nos separemos de la Virgen. Ella nos enseñará a ser
constantes.
P. Francisco Fernández Carvajal
Palabras de San Juan Pablo II
“Jesús entra en Jerusalén sobre un borriquillo que le
habían prestado. La multitud parece estar más cercana al cumplimiento de la
promesa de la que habían dependido tantas generaciones. Los gritos:
"¡Hosanna!" "¡Bendito el que viene en el nombre del
Señor!", parecían ser expresión del encuentro ahora ya cercano de los
corazones humanos con la eterna Elección. En medio de esta alegría que precede
a las solemnidades pascuales, Jesús está recogido y silencioso. Es plenamente
consciente de que el encuentro de los corazones humanos con la eterna Elección
no sucederá mediante los "hosannas", sino mediante la cruz”
Juan Pablo II
Dom. Ramos 1979
Tema del día:
El gesto supremo
Jesús contó con la posibilidad de un final violento. No
era un ingenuo. Sabía a qué se exponía si seguía insistiendo en el proyecto del
reino de Dios. Era imposible buscar con tanta radicalidad una vida digna para
los «pobres» y los «pecadores», sin provocar la reacción de aquellos a los que
no interesaba cambio alguno.
Ciertamente, Jesús no es un suicida. No busca la
crucifixión. Nunca quiso el sufrimiento ni para los demás ni para él. Toda su
vida se había dedicado a combatirlo allí donde lo encontraba: en la enfermedad,
en las injusticias, en el pecado o en la desesperanza. Por eso no corre ahora
tras la muerte, pero tampoco se echa atrás.
Seguirá acogiendo a pecadores y excluidos aunque su
actuación irrite en el templo. Si terminan condenándolo, morirá también él como
un delincuente y excluido, pero su muerte confirmará lo que ha sido su vida
entera: confianza total en un Dios que no excluye a nadie de su perdón.
Seguirá anunciando el amor de Dios a los últimos,
identificándose con los más pobres y despreciados del imperio, por mucho que
moleste en los ambientes cercanos al gobernador romano. Si un día lo ejecutan
en el suplicio de la cruz, reservado para esclavos, morirá también él como un
despreciable esclavo, pero su muerte sellará para siempre su fidelidad al Dios
defensor de las víctimas.
Lleno del amor de Dios, seguirá ofreciendo «salvación» a
quienes sufren el mal y la enfermedad: dará «acogida» a quienes son excluidos
por la sociedad y la religión; regalará el «perdón» gratuito de Dios a
pecadores y gentes perdidas, incapaces de volver a su amistad. Ésta actitud
salvadora que inspira su vida entera, inspirará también su muerte.
Por eso a los cristianos nos atrae tanto la cruz. Besamos
el rostro del Crucificado, levantamos los ojos hacia él, escuchamos sus últimas
palabras… porque en su crucifixión vemos el servicio último de Jesús al
proyecto del Padre, y el gesto supremo de Dios entregando a su Hijo por amor a
la humanidad entera.
Es indigno convertir la Semana Santa en folclore o
reclamo turístico. Para los seguidores de Jesús celebrar la pasión y muerte del
Señor es agradecimiento emocionado, adoración gozosa al amor «increíble» de
Dios y llamada a vivir como Jesús solidarizándonos con los crucificados.
© José Antonio Pagola
Nuevo vídeo y artículo
Hay un nuevo vídeo subido a este blog.
Para verlo tienes que ir al final de la página.
Hay nuevo material publicado en el blog
"Juan Pablo
II inolvidable"
Puedes acceder en la dirección:
Agradecimientos
Dicen que en el cielo hay dos oficinas diferentes para
tratar lo relativo a las oraciones de las personas en la tierra:
Una es para receptar pedidos de diversas gracias, y allí
los muchos ángeles que atienden trabajan intensamente y sin descanso por la
cantidad de peticiones que llegan en todo momento.
La otra oficina es para recibir los agradecimientos por
las gracias concedidas y en ella hay un par de ángeles aburridos porque
prácticamente no les llega ningún mensaje de los hombres desde la tierra para
dar gracias...
Desde esta sección de "Pequeñas Semillitas"
pretendemos juntar una vez por semana (los domingos) todos los mensajes para la
segunda oficina: agradecimientos por favores y gracias concedidas como
respuesta a nuestros pedidos de oración.
Desde México, llega un agradecimiento a Dios y a las
personas que rezaron por el nacimiento de Viviane,
hijita de Maria Elena, que tras
haber estado en el hospital 16 días fue operada de cesárea y nació su bebita de
32 semanas de gestación. La bebé se encuentra en terapia intensiva pero los
doctores dan muchas esperanza de vida y Marielena se está recuperando
favorablemente después de recibir transfusiones de sangre de y seguimos rezando
para que se recupere.
También de México llega un agradecimiento de la familia Aquino González que han
encontrado la paz y la armonía por la que pedían en oraciones.
Llega un agradecimiento de parte de Louise B., que padeció dengue y cuya recuperación es favorable,
sigue hospitalizada pero fuera de peligro.
Unidos a María
¡Cuántas veces,
en la noche del sábado, íbamos a bailar y volvíamos a la madrugada del domingo!
Y siempre nuestra madre nos dejaba una luz encendida, la cama preparada, y
algún detalle de su amor también presente.
Así es también la
Virgen, y cuando los hombres nos alejamos de la casa paterna y caemos en el
pecado, es Ella quien nos prepara un lugar en la Iglesia y el Cielo para
hacernos regresar, después de una vida de pecado, a la casa de Dios.
Dicen los estudiosos
que en la parábola del hijo pródigo, si hubiera estado la madre, el hijo menor
no habría abandonado la casa paterna.
Más allá de esto,
lo que debemos saber los hombres es que si somos devotos de María, tenemos
muchas posibilidades de salvarnos, porque Ella vela por nosotros y no deja que
caigamos en pecado, y si caemos en él, entonces es la Virgen quien nos deja una
luz encendida para nuestro regreso. Y al regresar encontraremos muchos detalles
de amor que nuestra Madre del Cielo ha preparado para que nos sintamos felices.
¡Pobres pecadores
que andan deambulando por el mundo, esclavos de Satanás, que no se dan cuenta
que hay una Madre que los espera día y noche, con la luz encendida, para
iluminarles la vida para siempre!
Jardinero de Dios
-el más pequeñito de todos-
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¡Gracias por participar comentando! Por favor, no te olvides de incluir tu nombre y ciudad de residencia al finalizar tu comentario dentro del cuadro donde escribes.